Voy a ser claro: escribo este post enfadado con Netflix tras ver la primera y única temporada de Gypsy. La serie ha sido cancelada por la productora, algo por otra parte normal en el mundo de la televisión. El problema no es la cancelación en sí, sino el planteamiento abierto del final de la serie. Resumiendo: te tienen diez horas viendo algo para dejarte a la mitad.
Esto es del todo absurdo y una tomadura de pelo a los espectadores. Es como si vas al cine, pagas la entrada por ver una película y a la hora de proyección encienden las luces y el acomodador te echa de la sala: «esto es lo que hay, no van a ver el final».
Comprendo y entiendo las razones de las productoras para cancelar series, es de lo más lógico. De hecho en realidad lo que me cuesta entender es cómo son capaces de invertir enormes cantidades de millones de dólares en tantas series y que les salga rentable.
Sin duda existe hoy en día una burbuja en el mundo de las series y la televisión bajo demanda. Se hacen muchas series -y desde luego las que merecen la pena son minoría- y se gasta mucho dinero en ellas. Más pronto que tarde llegará el momento en que se baje la producción o las cadenas empezarán a quebrar.
No, el problema no es que una serie se cancele. Eso ha ocurrido toda la vida con la televisión tradicional. Pero en la mayoría de los casos ocurría con series cuyas tramas empezaban y terminaban en un capítulo, y por lo tanto la cancelación no suponía un trauma para los seguidores. Además, si la cancelación se veía venir se planificaba algún tipo de remate al final de la temporada y listo.
La cuestión ahora es que las series se producen y planifican como en el cine. Son películas de diez horas que se van emitiendo por capítulos semanales. O en el caso de Netflix, que publica las temporadas completas de golpe, ni eso. La diferencia con el cine es mínima, salvo porque una temporada dura cinco veces más que una película.
Eso implica que la serie no se está realizando según se emite, como ocurría antes en las series típicas de la televisión estándar. Esa dinámica permitía valorar la recepción de los espectadores, hacer cambios sobre la marcha para corregir errores y mejorar la serie o, en el peor de los casos, planificar un final para darle un cierre digno.
Sin embargo cuando se produce una serie como si fuese una película no hay margen de maniobra. Se hace el producto, se muestra al público y si gusta será un éxito -ya sea en las salas o en el vídeo bajo demanda- y si no será un fracaso, la productora perderá dinero y no habrá secuelas.
Y aquí es donde guionistas y productores está hechos un lío, porque parece que aún no han entendido las características del nuevo formato con el que están trabajando. En el cine una película tiene un arco argumental que empieza y acaba en ella. En las series tradicionales se espera que tengan varias temporadas -de no ser así se llamarían desde el principio «miniseries»-, y por lo tanto los arcos se amplían y dejan abiertos para ser desarrollados en las siguientes.
Pero en la actualidad las series son un híbrido entre esas dos formas de entender la planificación: una producción de cine con unos arcos argumentales abiertos de serie de televisión. El resultado es el que cabe esperar: si la temporada no funciona la serie se cancela y la historia se queda a la mitad dejando a los espectadores con un palmo de narices.
Todo esto se solucionaría si creadores, productores y guionistas entendieran que este nuevo formato exige series cuyos arcos argumentales principales se abran y se cierren en cada temporada. Por supuesto se pueden, y deben, dejar hilos abiertos para ser continuados en las siguientes, pero siempre que estos no sean fundamentales y teniendo siempre presente la posibilidad de la cancelación. Es decir, pensando en el público y respetándolo.
Claro que esto no encajaría con series más ambiciosas que cuyo desarrollo en profundidad requiriese de varias temporadas -por ejemplo Juego de Tronos-. Pero en estos casos las productoras deberían jugársela y apostar desde el principio por varias temporadas, teniendo presente siempre el final para aplicarlo en el caso de que no funcionase y hubiera que acortarlas. Y si no se puede hacer esto por razones económicas, pues mejor no producir la serie desde el principio. Mejor eso que dejar a los espectadores tirados a la mitad.
El caso de Gypsy, que es la excusa con la que he abordado este post, es de los más paradigmáticos que lo que no se debe hacer. Gypsy es una buena serie, a mí me ha gustado. Las razones por las que no ha funcionado se me escapan, pero a mí las retorcidas peripecias de la psicóloga Jean Holloway -interpretada por Naomi Watts– me han tenido enganchado.
Por desgracia la serie pincha doblemente al final. Por un lado el empeño en dejar el final abierto les lleva a resolver la temporada precipitadamente, sin llegar al clímax que los espectadores lógicamente esperábamos. Por el otro, y por la misma razón, al haber sido Gypsy cancelada nos quedamos con la historia a la mitad, con un puñado de interrogantes que nunca tendrán respuesta.
Para ese viaje no hacen falta alforjas. Algo similar ocurrió con Sense 8. Aunque la presión de los fans obligó a Netflix a cerrar la serie con un capítulo extra de dos horas que llegará en 2018. Para que luego digan que la movilización no sirve para nada.
Hay quienes ya han entendido las exigencias del nuevo formato y han apostado sobre seguro haciendo las delicias del público. Ejemplos de casos más extremos en este sentido son Fargo y True Detective, series cuyas temporadas son independientes entre sí y lo que las une es el el género y el tono visual.
Otro ejemplo de serie razonable en cuanto a la planificación puede ser Stranger Things, que su primera temporada, aunque deja abierto el camino para la segunda -que llega este otoño-, tiene principio y fin. O Héroes, que aunque la huelga de guionistas la llevó al desastre, nos dejó una primera temporada estupenda -y cerrada- que os recomiendo ver.
Aunque como veis hay ejemplos de buenas prácticas, mucho me temo que lo que nos espera en el futuro es una cascada de cancelaciones sin escrúpulos fruto de la estupidez, la mala planificación y la falta de respeto por el público de las productoras. Preparaos bien para gestionar la frustración.