El Club: las cosas de «los curitas»
Hace unos ocho meses os hablaba de El Club, la última película del chileno Pablo Larraín, en un artículo sobre los estrenos que se esperaban para otoño de 2015. Pues bien, no ha sido hasta ahora que he podido al fin visionarla en pantalla grande gracias a la Filmoteca de Murcia. Teniendo en cuenta que El Club se llevó el gran premio del jurado en el Festival de Berlín, no parece que tenga mucho sentido el que esta cinta se haya obviado en la mayoría de salas comerciales de España. Pero así ha sido.
El Club va de una temática que por suerte o por desgracia está de moda en el cine actual: los casos de abusos sexuales a niños por parte de curas de la Iglesia Católica, y los esfuerzos de esta organización religiosa por amparar a estos criminales y tapar todo el asunto.
Hace poco hablaba también de la ganadora del Oscar a mejor película de este año: Spotlight, la cual trata exactamente del mismo asunto. Pero aunque existe un paralelismo evidente entre ambas cintas, especialmente cuando se hace referencia a las casas de «retiro» donde se acogen a este tipo de curas para ponerlos fuera de la circulación -algo que parece ser la tónica habitual, da lo mismo que sea en Estados Unidos o en Chile-; lo cierto es que son radicalmente diferentes en cuanto al enfoque.
Spotlight es más una cinta sobre periodismo donde sí, se relatan hechos horribles, pero se hace desde una cierta distancia que proporciona la investigación. Mientras que en El Club se hace desde dentro y con la máxima crudeza. Es imposible que el espectador no se revuelva en su asiento en algunas escenas de El Club.
A pesar de la dureza de lo que se relata, El Club no está exenta de sentido del humor. Larraín es consciente de que necesita aflojar la tensión de vez en cuando y dejar al público que respire en este relato tan claustrofóbico. Y lo consigue llevando hasta el límite el esperpento de la brutalidad del horror que se nos cuenta. Hasta el punto de que el público no sabe si sonríe porque es gracioso o porque es tan horroroso que nos entra la risa nerviosa.
En cuanto al desarrollo he de decir que es un tanto lento. Aunque el principio de la película es demoledor, lo cierto es que conforme va a avanzando llega un punto un tanto tedioso que no sabía si iba hacia alguna parte. Sin embargo el tramo final me ganó por completo. Crudo, demoledor visual y narrativamente, y con un mensaje tan brutal como honesto.
La fotografía del film sorprende por ser muy lavada, algo que choca con la moda actual que suele apostar por el alto contraste y el uso -y abuso- de unas determinadas tonalidades de color. La estética general es brumosa, tanto que llegué a dudar de si la copia de la cinta que se estaba proyectando estaba en buenas condiciones.
Pero no, es que Pablo Larraín se decidió conscientemente por esa estética, y tengo que decir que, una vez vista la película fue un acierto. La fotografía encaja a la perfección con la localización de ese pueblo costero chileno siempre envuelto en niebla. Es más, también encaja con la bruma de tonos grises que envuelve las historias de cada uno de los personajes y de todo el relato en general.
Los actores y actrices de esta película coral están más que correctos en sus respectivos papeles. Especialmente destacaría a Antonia Zegers como la Hermana Mónica y, sobre todo, a Roberto Farías como Sandokan, sin duda él es el personaje clave y más carismático de la película.
Para terminar, y siguiendo con mi comparación con Spotlight, aunque ambas son buenas películas y tratan de lo mismo, lo cierto es que la ganadora del Oscar poco a poco se va desdibujando en mi memoria. Sin embargo no creo que esto sea algo que vaya a ocurrirle a El Club, mucho más impactante e interesante. Sin duda una de las mejores películas de 2015.
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